Alberto AceredaUn manifiesto de apenas cinco mil palabras hecho público este pasado 20 de noviembre en Estados Unidos tiene ya un cuarto de millón de firmantes. En la Casa Blanca miran para otro lado. En la mayoría de la prensa progresista estadounidense también. Si lo mencionan es para atacarlo, como hizo hace unos días el Los Angeles Times, o para sacar el ya viejo calzador de la conspiración e intolerancia de la "derecha cristiana". Y es que el contenido de dicha Declaración ha puesto a la cada vez más fanfarria progresía secular norteamericana a la defensiva. Se trata de la Declaración de Manhattan, subtitulada como Una llamada a la conciencia cristiana (en inglés, The Manhattan Declaration: A Call of Christian Conscience). Este documento, ignorado o silenciado también por casi toda la prensa española (y que no debe confundirse con otra acertada Declaración homónima de 2008 sobre la cuestión de la farsa climática) aparece justo en un momento donde impera la confusión, el caos económico y el intento del activismo judicial y político por destruir los grandes valores tradicionales y religiosos del ciudadano medio de Estados Unidos. En este planeta confuso en que hoy vivimos tras la turbulenta primera década de nuestro siglo XXI, varios líderes religiosos norteamericanos –ortodoxos, católicos, anglicanos y evangélicos– prepararon esta Declaración de Manhattan recuperando la mejor tradición estadounidense del culto a la vida y a la libertad y bajo el impulso de dos catedráticos (Robert George, de Princeton University, y Timothy George, de Samford University) y el fundador de un importante centro cristiano en Virginia (Charles Colson). Los firmantes que apoyan la Declaración incluyen tanto a cristianos de diferentes cultos e iglesias como a republicanos, demócratas e independientes. Lo que vertebra al ya creciente cuarto de millón de ciudadanos libres que han decidido poner su firma es un compromiso con tres pilares básicos de la tradición estadounidense: primero, el respeto a la vida y a la dignidad de todos los seres humanos; segundo, una creencia en la santidad del matrimonio como unión conyugal entre hombre y mujer; y tercero un inalterable respeto a la libertad religiosa. Entre los líderes religiosos que hace dos semanas anunciaron el manifiesto públicamente en el National Press Club de Washington estaban el arzobispo de Filadelfia, el cardenal Rigali, el arzobispo de Washington, Wuerl, y el obispo de Denver, Chaput. Y entre el primer centenar y medio de personas que lo suscribieron aparecen dieciocho cardenales, arzobispos y obispos católicos de los Estados Unidos, nueve obispos de otras denominaciones, once editores y directores de publicaciones y revistas cristianas, veintidós rectores de varias universidades y seminarios religiosos, así como medio centenar de líderes cristianos de diversas denominaciones, así como organizaciones a favor de la vida y la familia. Tras una breve exposición histórica y teológica, la Declaración afirma que en la medida que estas verdades sobre la defensa de la vida, el matrimonio entre hombre y mujer y la libertad religiosa son fundamentales para la dignidad humana y el bienestar de la sociedad, resultan inviolables y no negociables. Ante los continuos ataques a esos valores, la Declaración invita a los firmantes y a la sociedad entera a defender esos principios más allá de cultos religiosos específicos o de partidos políticos concretos. En cuanto a la vida, el texto asegura que las vidas de los no nacidos, de los discapacitados y de los ancianos están cada vez más amenazadas. Mientras la ciudadanía norteamericana cada vez se opone más al aborto y a la eutanasia, hay poderosos grupos que buscan expandir el aborto, la investigación que destruye embriones humanos y que promueve la eutanasia. Del matrimonio, el manifiesto asegura que éste atraviesa ahora el riesgo de ser redefinido, quebrantando así la institución originaria y más importante de cualquier sociedad. Lejos de ser una mera construcción social, el matrimonio es, según esta Declaración, una realidad objetiva: la unión pactada entre esposo y esposa, que es deber de la ley reconocer, respetar y proteger. También la libertad de religión y los derechos de conciencia están hoy en peligro, a juicio de esta Declaración. El texto anima a los ciudadanos a creer en la ley y a respetar la autoridad de los gobernantes terrenos. Sin embargo, y esta es la parte que ha generado más controversia, la Declaración considera que también en un régimen democrático las leyes pueden ser injustas por lo que la desobediencia civil resulta necesaria frente a leyes gravemente injustas o leyes que pretendan que los ciudadanos hagan lo que es injusto o inmoral. Es aquí donde se halla la abierta negación de los firmantes a participar en o facilitar abortos, contribuir en investigaciones que destruyan embriones humanos, o que practiquen el suicidio asistido, la eutanasia o la bendición de asociaciones sexuales como si fueran matrimonios. Desde luego, el lector podrá estar o no de acuerdo con lo que se dice en esta Declaración, pero su impacto en Estados Unidos ha sido ya mucho mayor del esperado, precisamente porque la mayor parte de los ciudadanos medios norteamericanos –más allá de lo que cuente Hollywood– acepta y pide el respeto a esos principios tradicionales que fundamentaron lo que hoy es Estados Unidos. Porque aquí echaron sus primeras raíces como sociedad los peregrinos ingleses que llegaron a Plymouth en busca precisamente de la libertad religiosa. Porque también Estados Unidos afianzó su tronco como nación en la creencia de que los derechos inalienables del hombre proceden siempre de Dios y de que, constitucionalmente, el Gobierno no puede suprimir la libertad de culto. Es por ello que la impronta espiritual que lleva consigo esta Declaración de Manhattan y sus posibles implicaciones políticas han puesto bastante nerviosa a la progresía secular norteamericana: la misma que ve cómo cada vez son más y más los norteamericanos que, por encima de sus preferencias políticas, se oponen al aborto y no aceptan la alteración del concepto tradicional del matrimonio. Alberto Acereda es catedrático universitario en Estados Unidos y editor de Semanario Atlántico / Atlantic Weekly. |