Por Óscar Schiappa-Pietra
Un estudio del BID e IFES estima que la desconfianza de los empresarios, resultante de la dificultad para resolver controversias por medios judiciales o alterjudiciales, le cuesta al Perú entre US$ 65 millones y US$ 200 millones al año. A ello hay que agregar otros costos traducidos en vidas humanas, daños a la salud y a la propiedad, y pérdida de bienestar. Es decir, nuestra falta de capacidad para resolver conflictos nos priva de miles de aulas escolares, postas médicas y nuevos puestos de trabajo, empobrece la calidad de vida de todos, y desincentiva la realización de nuevas inversiones.
Existen diversos factores que explican esta situación. Destaca la falta de un sistema de justicia eficiente, equitativo y probo, a través del cual el Estado cumpla una de sus funciones básicas, que es la de proveer el servicio de resolver conflictos aplicando la ley a través de los jueces y las autoridades administrativas. A ello se agregan las asimetrías socioeconómicas y otras materias históricamente arrastradas, cuyos efectos son acentuados por la corrupción y el abuso. Estando el Estado capturado por intereses particulares, éste resulta incapaz de ser mediador imparcial en la cotidiana pugna de intereses contrapuestos. La ausencia de partidos políticos solventes que puedan actuar como vehículos de representación y de mediación social, es también otro elemento contribuyente. Estos factores hacen que tengamos en el Perú una cultura de conflicto polarizante, es decir, que en contraste con sociedades de otros países, incluso de algunos vecinos, exhibamos evidente inhabilidad para procesar constructiva y amigablemente las controversias.
No es sorprendente por ello que se registre un aumento en el número de conflictos sociales y que se intensifiquen sus componentes de violencia, pues carecemos de mecanismos, conductas e incentivos para resolverlos pacíficamente. El proceso de descentralización, con todas sus potenciales bondades, ha multiplicado en el corto plazo la cantidad de actores y escenarios de conflictividad. Esto se intensifica con la disponibilidad de recursos presupuestales asignados a través del canon, pues, como lo demuestra la experiencia internacional y la literatura especializada, las expectativas de lucro vinculadas con la abundancia de recursos naturales constituye un poderoso incentivo para la conflictividad.
A diferencia de los desastres naturales, los conflictos sociales y políticos son previsibles y sus impactos pueden ser transformados para crear consecuencias constructivas, pero para ello tenemos que generar capacidades de gestión. En una democracia robusta, los conflictos no se ocultan ni se reprimen, sino que se exponen y resuelven mediante la identificación y atención de los intereses particulares, los compartidos y los de toda la sociedad. Nuestra cultura de conflicto polarizante debe ser transformada radicalmente. Para lograrlo, requerimos de una eficaz reforma de los mecanismos de administración de justicia, orientada particularmente a transformar la deplorable situación del Poder Judicial, la Fiscalía y la Policía Nacional. En lo que toca a ésta, debe promoverse el equipamiento y el entrenamiento para abordar las situaciones de conflictos violentos con medios no letales, pues la carencia de estos recursos apareja consecuencias devastadoras, como lo testimonia la matanza de Bagua.
De modo más general, necesitamos de una administración pública que venza su precariedad para convertirse en eficaz mediadora ante las naturales tensiones sociales. Debiera también impulsarse la creación de mecanismos de mediación, conciliación y arbitraje a nivel de los gobiernos municipales. En lo que toca a los conflictos sociales de mayor complejidad y envergadura, el Estado tiene que especializar su capacidad para gestionarlos. Y la Defensoría del Pueblo debe ser fortalecida en su valiosa labor de prevención de conflictos y afirmación de los derechos ciudadanos. Debemos, pues, aspirar a contar con un Estado que resuelva los conflictos en vez de alimentarlos.